sábado, 27 de octubre de 2012

Mis escenas eróticas favoritas. HENRY MILLER: Un polvo egipcio.


 Esta escena de Trópico de Capricornio, de Henry Miller, es una de las mejores escenas de sexo que he leído. No es muy ortodoxa, y supongo que tampoco políticamente correcta, pero... ¿qué genialidad lo es? Solo léanla y luego me comentan qué les parece. 


Hasta que no volví a pasar por la Segunda Avenida, no recordé de repente a la judía egipcia de la comida. Recordé haberle oído decir que vivía encima del Restaurante Ruso, cerca de la Calle Doce. Seguía sin tener idea de lo que iba a hacer. Iba mirando escaparates simplemente, matando el tiempo. No obs­tante, los pies me iban arrastrando hacia el norte, hacia la Calle Catorce. Cuando llegué a la altura del Restaurante Ruso, me detuve un momento y después subí las escaleras corriendo de tres en tres. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Subí dos pisos leyendo los nombres en las puertas. Vivía en el último piso y bajo su nombre aparecía el de un hombre. Llamé suavemente. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después una voz cerca de la puerta preguntó quién era y al mismo tiempo giró el pomo de la puerta. Abrí la puerta de un empujón y entré a tientas en la habitación a oscuras. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empecé a besarla apasionadamente y a hacerle retroceder al mismo tiempo hacia el sofá que había cerca de la ventana. Susurró algo sobre que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y le hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta y saqué el canario y se lo metí. Estaba tan drogada por el sueño que era casi como manejar un autómata. También me daba cuenta de que disfrutaba con la idea de que la follaran medio dormida. Lo malo era que cada vez que la embestía, se despertaba un poco más. Y a medida que recobraba la conciencia, se asustaba cada vez más. No sabía qué hacer para volver a dormirla sin perderme un polvo tan bueno. Conseguí tumbarla en el sofá sin perder terreno, y entonces ella estaba más cachonda que la hostia, y se retorcía como una anguila. Desde que había empezado a darle marcha, creo que no había abierto los ojos ni una vez. Yo repetía sin cesar para mis adentros: «un polvo egipcio... un polvo egipcio», y para no correrme inmediatamen­te, empecé a pensar en el cadáver que Mónica había traído hasta la Estación Central y en los treinta y cinco centavos que había dejado con Paulina en la carretera. Y entonces, ¡pan!, una sonora llamada en la puerta, ante lo cual abrió los ojos y me miró sumamente aterrorizada. Empecé a retirarme rápidamente, pero, ante mi sorpresa, ella me retuvo con todas sus fuerzas. «No te muevas», me susurró al oído. «¡Espera!» Se oyó otro sonoro golpe y después oí la voz de Kronski que decía: «Soy yo, Thelma... soy yo, Izzy.» Al oírlo, casi me eché a reír. Volvimos a colocarnos en una posición natural y, cuando cerró los ojos suavemente, se la moví dentro, despacito para no volver a desper­tarla. Fue uno de los polvos más maravillosos de mi vida. Creía que iba a durar eternamente. Cada vez que me sentía en peligro de irme, dejaba de moverme y me ponía a pensar: pensaba, por ejemplo, en dónde me gustaría pasar las vacaciones, en caso de que me las dieran, o pensaba en las camisas que había en el cajón de la cómoda, o en el remiendo de la alfombra del dormitorio justo al pie de la cama. Kronski seguía parado delante de la puerta: le oía cambiar de posición. Cada vez que sentía su presencia allí, le tiraba un viaje a ella de propina y, medio dormida como estaba, me respondía, divertida, como si enten­diera lo que quería yo decir con aquel lenguaje de mete y saca. No me atrevía a pensar en lo que ella podría estar pensando o, si no, me habría corrido inmediatamente. A veces me aproximaba peligrosamente, pero el truco que me salvaba era pensar en Mónica y en el cadáver en la Estación Central. Aquella idea, su carácter humorístico, quiero decir, actuaba como una ducha fría. Cuando acabamos, abrió los ojos y me miró, como si fuera la primera vez que me veía. No tenía nada que decirle; mi única idea era largarme lo más rápidamente posible.

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